3/12/09

Richard Dawkins y el milagro de estar vivo

Vamos a morir. Y eso es lo que nos hace afortunados. La mayor parte de los seres humanos posibles nunca van a morir porque nunca van a haber nacido. El número de seres humanos en potencia que podrían haber estado aquí ahora en mi lugar y sin embargo nunca van a ver la luz del día es mayor que el número de granos de arena en el desierto de Arabia. Sin duda entre todos esos fantasmas no nacidos hay poetas más grandes que Keats, y científicos más grandes que Newton. Sabemos esto porque sabemos que el número de posibles seres humanos permitido por nuestro ADN excede con mucho el número de personas reales. En el límite de este hecho estupefaciente estamos, en nuestra vulgaridad, tú y yo.

Moralistas y teólogos le dan una gran importancia al momento de la concepción, viendo en él el momento en el que el alma empieza a existir. Si te pasa como a mí y no te conmueve esa charla, aún debes reconocer un instante particular nueve meses antes de haber nacido como el más decisivo en tu historia personal. Es el momento en el que tu conciencia de repente se transformó en algo trillones de veces más real de lo que era una fracción de segundo antes. Con seguridad, al embriónico tú que llegó a nacer aún le quedaban muchas vallas que saltar. Muchos mueren en tempranos abortos incluso antes de que su madre llegue a saber que están ahí, y todos tenemos suerte de que no nos haya pasado. Hay también algo en nuestra identidad más allá de nuestros genes, como lo demuestran los gemelos idénticos, que se separan tras el momento de la fertilización. No hay duda de que el instante en el que un espermatozoide en particular penetró en un óvulo en concreto fue, desde tu punto de vista privado, uno de incomparable singularidad. Entonces tus posibilidades de llegar a ser una persona cayeron, desde cifras astronómicas hasta simples dígitos.

La lotería empieza antes de ser concebido. Tus padres deben conocerse, y en realidad su concepción fue tan improbable como la tuya propia. Y así atrás, hacia tus cuatro abuelos y tus ocho bisabuelos, y más atrás hasta donde ni imaginas. Desmond Morris empieza su autobiografía de una forma característicamente llamativa:

«Con Napoleón empezó todo. Si no fuese por él, no estaría aquí escribiendo estas palabras... Ya que fue una de sus balas de cañón, disparadas en la guerra peninsular, la que arrancó el brazo a mi tatarabuelo, James Morris, alterando así el curso de la historia de mi familia.»

Morris cuenta como el forzado cambio de carrera de su antepasado tuvo muchos efectos laterales que culminaron en su propio interés por la historia natural. Pero no debería haberse molestado, no hay ningún «debería» en esto. Por supuesto que le debe su existencia a Napoleón. Y yo. Y tú. Napoleón no necesitaba arrancar el brazo de James Morris para sellar el destino del joven Desmond, y el tuyo y el mío. No sólo Napoleón sino el más humilde paseante mediaval sólo tenía que estornudar para afectar algo que cambiaba algo más que, tras una larga reacción en cadena, llevó a la consecuencia de que uno de tus posibles antecesores no erró en ser el tuyo y ser en su lugar el de alguna otra persona. No hablo de la «teoría del caos» o de la «teoría de la complejidad» tan de moda, sino de estadísticas causales ordinarias. El hilo de eventos históricos del que cuelga nuestra existencia es descaradamente tenue.

«Comparado con el pedazo de tiempo desconocido para nosotros, Oh, rey, la vida presente de los hombres en la tierra es como el vuelo de un gorrión a través de la sala donde en invierno se sientan sus capitanes y ministros. Entrando por una puerta y saliendo por otra, mientras está dentro se aleja de la tormenta, pero este breve intervalo de calma termina pronto, y ha de volver al invierno de donde vino, perdiéndose de tu vista. La vida del hombre es similar, y de lo que la sigue o de lo que hubo antes, sólo tenemos ignorancia.» —El venerable Bede, A History of the English Church and People

Es algo más en lo que tenemos suerte. El universo es más viejo que cientos de millones de siglos. Dentro de una cantidad de tiempo comparable el sol se hará un gigante rojo y engullirá la tierra. Cada uno de los millones de siglos que han sucedido o sucederán, han sido o serán en su momento «el presente siglo». Interesantemente, a algunos físicos les inquieta la idea de un «presente en movimiento», reduciéndolo a un fenómeno subjetivo para el que no encuentran sitio en sus ecuaciones. Pero es que yo estoy haciendo un razonamiento subjetivo. Lo que me parece a mí, y probablemente a ti también, es que el presente se mueve desde el pasado hacia el futuro, como un pequeño rayo de luz incidiendo en una gigantesca regla del tiempo. Todo lo que hay detrás del rayo es oscuridad, la oscuridad del pasado muerto. Todo lo que hay delante es también oscuridad, la del futuro desconocido. La posibilidad de que tu siglo sea el siglo bajo el rayo de luz es la posibilidad de que un penique arrojado a la calle sea recogido por una pequeña hormiga recorriendo una pequeña parte del camino entre New York y San Francisco. En otras palabras, lo más probable es que ahora mismo tú estés muerto.

A pesar de esto, notarás que de hecho estás vivo. Para quienes ya ha pasado el rayo de luz, o para quienes aún no lo han alcanzado, no es posible leer este libro. Soy igualmente afortunado de estar escribiendo uno, aunque ya podría no estarlo cuando leas estas palabras. De hecho, más bien espero estar muerto cuando lo hagas. No me malinterpretes. Amo la vida y espero seguir amándola mucho tiempo, pero un autor espera que su obra sea leída por el mayor número de gente. Dado que el número de futuros humanos supera con mucho el número de mis contemporáneos, tengo que aspirar a estar muerto cuando leas estas palabras. A modo de chiste, sólo estoy refiriéndome a que espero que no dejen de imprimirlo pronto. Pero lo que siento mientras escribo es que tengo suerte de estar vivo, y tú también.

Vivimos en un planeta que es casi perfecto para nuestro tipo de vida: No demasiado caliente, no demasiado frío, girando suavemente relajado bajo una luz del sol amable, con agua, verde, dorado, un auténtico festival de planeta. Sí, hay desiertos, fango, hay hambre y miseria, pero mira la competencia: Comparado con la mayor parte de planetas, esto es el paraíso, y hay partes de nuestro planeta que realmente son el paraíso da igual el estándar que consideres. ¿Cuál es la posibilidad de que un planeta tomado al azar tenga características tan amables? Incluso el cálculo más optimista lo establecerá en menos de una entre un millón.

Imagina una nave espacial llena de exploradores hibernados, pretendiendo ser colonizadores de un mundo distante. Puede que la nave sea parte de una última misión para salvar a las especies del impacto contra nuestro planeta hogar de un cometa imparable, como el que acabó con los dinosaurios. Los exploradores ya sabían al ir a dormir de las escasas posibilidades de encontrar un planeta adecuado para la vida. Aún si uno entre un millón de planetas lo es, lleva siglos viajar de cada estrella a la siguiente, y resulta patéticamente improbable encontrar un destino tolerable, siquiera seguro, para su durmiente carga.

Imagina ahora que el piloto robot de la nave resulta ser impensablemente afortunado. Después de millones de años la nave encuentra un planeta capaz de sostener la vida, un planeta de temperartura adecuada, bañado en una luz solar cálida pero refrescado por oxígeno y agua. Los pasajeros, a la manera de Rip van Winkle, despiertan despacio. Después de un millón de años durmiendo, aquí hay un nuevo globo fértil, un lujoso planeta de verdes pastos, refrescantes corrientes, y cascadas, lleno de criaturas que disfrutan una verde felicidad alienígena. Nuestros viajeros caminan estupefactos, sin creer lo increible de su suerte.

Imaginar la historia es imaginar demasiada suerte. Algo así podría no ocurrir nunca. Y sin embargo, ¿no es lo que ya nos ha sucedido a cada uno de nosotros? Hemos despertado después de millones de años de estar dormidos, desafiando las probabilidades astronómicas. Por supuesto no hemos llegado en una nave espacial, hemos llegado habiendo nacido, y no nos hemos encontrado de golpe con este mundo sino acumulado nuestras percepciones a lo largo de nuestra niñez. El hecho de haber aprehendido lentamente nuestro mundo, en lugar de haberlo descubierto de golpe, no debería distraernos de su maravilla.

Por supuesto estoy haciendo trampas con la idea de suerte, cogiendo la carta antes de cortar. No es un accidente que nuestro tipo de vida se encuentre en un planeta donde la temperatura, la lluvia, y todo lo demás, es exactamente correcto. Si el planeta fuese adecuado para otro tipo de vida, habría sido ese otro tipo de vida el que habría evolucionado. Pero como individuos podemos considerarnos enormemente bendecidos. Privilegiados, no sólo por disfrutar nuestro planeta. ás aún, porque tenemos la oportunidad de comprender por qué nuestros ojos están abiertos y por qué ven lo que ven. Durante el escaso tiempo antes de que se cierren para siempre.

Aquí me parece que yace la mejor respuesta a todos aquellos aguafiestas con mentes de mascota que siempre están preguntando cuál es la utilidad de la ciencia. En una de esas míticas citas de incierta autoría, se dice que Michael Faraday fue una vez preguntado por el uso de la ciencia. Sir Faraday replicó: «¿Cuál es la utilidad de un recién nacido?» Lo obvio para Faraday —o Benjamin Franklin o el que fuese— es que un niño puede no servir para nada cuando nace, pero tiene un gran potencial futuro. Ahora me gusta pensar que quería decir algo más: ¿Para qué sirve traer un bebé al mundo si lo único que luego hace con su vida es trabajar para vivir? Si todo se juzga por cómo de útil es —útil para seguir vivo, claro— pronto nos veremos en un razonamiento circular. Debe haber algún valor añadido. Al menos parte de la vida debería dedicarse a vivirla, no simplemente a trabajar para que no se detenga. Así podríamos justificar pagar impuestos para que se construyan magníficos edificios, una especie de respuesta a los bárbaros que piensan que los elefantes salvajes y los vestigios arqueológicos deben ser preservados sólo si sirven para algo. La ciencia es lo mismo: Por supuesto sirve para algo. Pero eso no es todo.

Después de dormir durante millones de años hemos finalmente abierto los ojos en un planeta suntuoso, brillante en colores, repleto de vida. En unas décadas debemos cerrarlos de nuevo. ¿No es una noble y encantadora forma de perder nuestro breve tiempo bajo el sol trabajar para entender el universo y cómo hemos llegado a abrir los ojos en él? Así respondo cuando me preguntan —sorprendentemente a menudo— por qué me molesto en levantarme por las mañanas. Por darle la vuelta al razonamiento, ¿no es triste irse a la tumba sin haberse nunca preguntado por qué naciste? ¿Quién tras un pensamiento así no saltaría de la cama inquieto por seguir descubriendo el mundo y regocijarse formando parte de él?

Fuente: Sociedad de Escépticos de PR via La media hostia

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